Rumalgas de Gredos.
-Cuidado, don Miguel, no atraviese por la mitad del prado, que hay una trampalera y se mete usted en ella hasta la rodilla.
-Pero, ¿qué dices, muchacho? – miró socarronamente al muchacho – ¡Si la hierba es dura y no se ve nada!
-¡Bueno, bueno, allá usted! ¡Ustedes los de la capital no saben del campo! ¿Ve esas hierbas más oscuras y puntiagudas?, pues son juncos, debajo hay agua y cieno. Mejor, bordee usted por la orilla del prado.
No dijo nada don Miguel, pero bordeó. Llegaron junto al río, se sentaron en una piedra, los dos observando el agua, y prepararon las moscas y las cucharillas para la pesca. Aquel muchacho menudo, de ojos extremadamente verdes, era educado y parlanchín. Siempre acompañaba a don Miguel de pesca. Ya sabía el color de las moscas que le gustaba utilizar, los charcos donde había que usar cucharilla ...
-¡Si le dejaran usar lombriz, aquí usted se forraba a truchas! – otra vez la sonrisa bordeando la boca.
-Luis, coge tú la cesta y el morral. Vamos hasta la presa de Praomolino.
-Es pronto, don Miguel, ahora está sombría y no saltan. Yo me quedaría en la Presa del Ángel un rato y, de paso, recojo unas ramas de helecho para la cesta. Aunque a mí me gustan más las rumalgas frescas para el lecho de las truchas.
-Pero cállate un poco, hombre, que las indinas son muy listas y nos oyen.
-¿Usted cree?
-Sí, hijo, sí.
Callados recorrieron el río hasta mediodía y en los lanchares de la Gargantilla sacaron la merienda.
-¿Si gusta, don Miguel?
-¿Qué tienes tú?
Luis abrió su morral y en la fiambrera de porcelana vio una tortilla de escabeche, torreznos de jamón, un cuarto de hogaza de pan del que amasaba su madre envuelto en una servilleta de vichy verde y blanca, queso de cabra y una morcilla calabacera.
-Te lo cambio –dijo don Miguel.
-¡Quite usted, que a los pescadores les ponen una merienda mucho más buena en el Parador!
Hicieron el cambio. El pícaro de Luis se comió la tortilla de buen atún, el jamón, el queso, la naranjada, un plátano, la manzana de verde doncella y guardó lo de la tarde para dárselo a sus hermanos. “¡Qué hombre tan inocente!”, pensó el muchacho brillándole los ojos, verdes como la profundidad del río.
-Gracias, hijo – dijo don Miguel -. Hacía tiempo que no comía una merienda tan buena.
-De nada, don Miguel. ¡Con usted da gusto ir de pesca, parece de pueblo, como nosotros!
-Ay, hijo, es que yo soy del pueblo. Que no se te olvide.
Desde entonces, eran compañeros. Aparecía don Miguel, la madre de Luis preparaba la fiambrera y ya no hacía falta cambiar la merienda, porque el día de pesca de don Miguel Delibes y Luis en el Tormes, era todo un rito.
Ana Roncero.
Publicado en El Cobaya nº 17 (primavera 2.008).
1 comentario
Dinosaurio -
Un beso.