Contra olvido, memoria.
Caía la tarde de finales de julio y, para entonces, la mies estaba lista para la siega y los labradores empezaban a impacientarse por la falta de segadores de la hoz. Antes buscaron para la yerba los de la guadaña, pero sólo las cuadrillas de hurdanos segaban como nadie sin estropear la espiga.
Iban apareciendo, poco a poco, las familias de segadores: padres e hijos, ellos segadores, las mujeres jóvenes de atarinas, para ir atando los haces de mies.
Era un ir y venir a la plaza del ayuntamiento donde se sentaban a esperar al mejor postor para contratar la siega. Los ojos oscuros, la piel quemada, el cuerpo magullado por la batalla de la subsistencia. Ellos de pana con sombrero de paja, pañuelo de yerbas en el cuello y camisa de viscosa a rayas y abarcas (que sólo de pensar en el rastrojo entre los dedos de sus pies, me produce aún dolor). Las atarinas, menudas como cervatillos asustados, tapadas de arriba abajo, pañuelo a la cabeza, sombrero, largas faldas oscuras, medias para proteger sus piernas. Su equipaje era la miseria, los aperos de la siega, los dediles, la hoz y un costal con una muda para el mes, que las atarinas lavaban en cualquier arroyo a la vuelta de la jornada.
Líbrame, Señor, del olvido. No quiero perder la memoria. Estas escenas ocurrían en Castilla en 1.968, cuando París era una fiesta porque se reivindicaba la libertad en el mayo francés. En España llegamos tarde, pero llegamos, aunque a veces dude de haber llegado bien.
Castilla, entretanto, iba a los altos hornos, a las minas, a aquella Europa que nos tenía manía, a trabajar. La emigración era igual de triste que ahora, pero sin cámaras de televisión. De mi pueblo también teníamos que emigrar, pero en aquél momento éramos nosotros los que contratábamos a nuestros hermanos, los hurdanos, por cada fanega de tierra, dos panes, una hoja de tocino y una cántara de vino, la cena en casa del amo (qué palabra tan desagradable) y a dormir en el pajar repleto de heno. Las cinco de la mañana y, apenas salía el sol, a segar hasta que se ponía para sacar un jornal. Recuerdo la cuadrilla que segaba en mi casa, siempre venían los mismos: el padre y dos hijos varones más una hija, que era la atarina. Decía el padre que él prefería segar para los pobres porque los ricos les daban tocino rancio y un guiso de color indefinible con sabor a sebo. Nosotros éramos casi tan pobres como ellos. La atarina dormía con Modesta, la de tía Damiana y entre mi hermana y Modesta le hacían un vestido de flores de viscosa que estrenaba en la fiesta a la vuelta de la siega, al atardecer. Cuando llegaban a cenar a la casa, la atarina se lavaba y, con sus cabellos limpios, su tez clara (de tanto que la protegía del sol, para no quemarse), despertaba las miradas embobadas de mis hermanos y de los muchachos del pueblo, que les hacían los ojos chiribitas pensando en sus encantos. Pero allí estaban su padre y sus hermanos para preservar su virtud y quitar los pájaros de la cabeza a los mozos.
Unos pocos días en mi casa, otros pocos en los de labradores como nosotros, llenaban el mes de agosto para volver luego a su casa en las Hurdes con el jornal de la siega en el bolsillo. Como decía mi madre, todos somos errantes: pastores, vaqueros, segadores, jornaleros, labradores, obreros, campesinos, trabajadores.
Señor, no me dejes perder la memoria. Ni la histórica de un país, ni la social, para poder mirar de frente a todos los que aún tienen los ojos asustados. No quiero que nunca más se tenga que volver a utilizar aquél término terrible, “amo”, que hacía temblar a los segadores en pleno mes de agosto.
Ana Roncero.
La imagen es de la película "Los santos inocentes" de Mario Camus, 1.984, basada en la novela de Miguel Delibes.
3 comentarios
Gatopardo -
Un abrazo, Ana. Y gracias por recordar.
Dinosaurio -
Abrazos.
Dinosaurio -
Besos.